José Miguel



«Pinchaba en discotecas, tenía novietas... Hasta que decidí servir al Señor»

José Miguel Agudo Mancheño

La de José Miguel Agudo Mancheño era la típica vida de un chaval de pueblo. En su Parbayón natal, una pequeña localidad de Cantabria en el que comió Carlos V en su viaje de Southampton a Valladolid, echaba una mano a sus padres en los negocios familiares: un supermercado e invernaderos agrícolas. Eso cuando no estaba en el andamio, ganándose el pan por 1.200 euros mensuales como oficial de segunda de albañilería. O pinchando música el fin de semana en discotecas, pubs y restaurantes por 50 euros la hora. Con los clásicos flirteos con las mozas, novietas y «rollos de verano». Hasta estuvo a punto de pasar por la vicaría. «Tuve una relación de cuatro años con una chica. Ya estábamos haciendo planes de boda... Pero la cosa acabó rompiéndose».
La religión, la verdad, nunca fue su fuerte. «Me era indiferente. No era anticlerical ni ateo, pero no iba nunca a misa». Hasta que de repente se vio caminando por uno de esos inescrutables senderos del Señor. Con 22 años empezó a cambiar las cervezas con los compañeros de tajo por rezos en la última fila de la iglesia. «Un día, trabajando en la obra, sentí una presencia mucho más fuerte de Dios en mi interior. Se lo conté al párroco del pueblo y me dejó unos libros religiosos. Leyendo la vida de San Francisco de Asís lo tuve claro, me quería ordenar sacerdote». Así será dentro de dos semanas, el próximo 28 de octubre: José Miguel Agudo, 29 años, recibirá el sacramento en la catedral de Santander.
«¡Cumplo mi sueño de servir al Señor!», proclama con entusiasmo. A sus padres se lo soltó un buen día de 2005, mientras comían. «Se quedaron boquiabiertos, no se lo esperaban. Pero al mes siguiente ya estaba en el seminario». Ahora anhela celebrar su primera misa. Atrás quedan los seis años que ha estado en el instituto diocesano de Monte Corbán sometido a las férreas normas del internado («nadie tiene vocación de seminarista», reconoce sin media broma), donde tuvo que vender hasta el coche porque «no tenía ni para el seguro ni para gasolina». El sueldo que cobrará como cura párroco tampoco le dará para malgastar: 900 euros al mes.
Hasta que le asignen una parroquia, José Miguel disfruta con sus primeros pinitos clericales: ayuda a un sacerdote con «alguna misa, boda o bautizo» por la zona de Ontaneda, Luena y Toranzo. A casi 50 kilómetros de casa y al volante de una furgoneta recién estrenada. «A pagar en cinco años. Soy un obrero de Dios».
¿No se tratará de buscar una vida fácil? ¿Un sueldo y un trabajo para siempre como 'funcionario divino'? Él ni se inmuta ante esa pregunta. Como dice la última campaña de la Conferencia Episcopal para fomentar las vocaciones, la vida de sacerdote garantiza «la riqueza eterna». Una afirmación reforzada por un estudio de la Universidad de Chicago publicado recientemente en la revista 'Forbes', donde se asegura que los profesionales más felices del planeta son los sacerdotes, seguidos por los bomberos y los fisioterapeutas. Tampoco es que José Miguel aspire a un destino fácil. «Mi anhelo es irme de misionero». Este verano estuvo ocho días en Tijuana (México), «donde la gente vive con 200 euros al mes», alimentándose con sandwiches de jamón york y lavándose con un caldero.
El día 28 solo se ordenará otro joven con él, «mi compañero Javier». La crisis y la promesa de un trabajo fijo no han aumentado el número de potenciales sacerdotes: el año pasado tomaron los hábitos 122, en los seminarios se preparan 1.200 jóvenes y el número de párrocos diocesanos ronda los 18.000 (su media de edad es de 65 años). José Miguel tiene una respuesta muy espiritual. «¿Falta de vocación? Claro, pero es que no hablamos de una cuestión humana. Es Dios el que llama, no lo decide cada uno». Lo dice por experiencia: «Cumplo 30 años el 11 de noviembre. La misma edad con la que Cristo empezó su vida pública. ¿Curioso, verdad?».